jueves, 8 de febrero de 2018

Luci, su soledad y el olvidado altruismo de sus congéneres


08 febrero 2018
– Era joven, de aspecto cuarenta y tantos, elegante, vestida con negro y ajustado ropaje y una mirada triste y distante … tomaba su humeante café en soledad en la mesa que hay al fondo del local y justo debajo de la inmensa y vieja fotografía del barbudo y bigotudo fundador del Ateneo de nuestros amores.
– Pasé junto a ella y, sin que yo me diera cuenta de que me estaba observando, me dijo … “Hola, Enrique ¿no te acuerdas de mi? … soy Luci, la hija de Alberto”.
– De pronto recordé a Alberto y a esa lindísima niña que él llevaba a las reuniones culinarias de los sábados cuando estábamos todo el equipo construyendo ese magnífico hotel de fachada de cristal colgante en Costa Teguise. Esa era mi forma de agradecerles su esfuerzo por estar desplazados en tan lindo pero lejano lugar de nuestras casas y de nuestras familias. Era un foro de lo más familiar posible.
– Vaya – le dije- ¿Tú eres esa linda niña que en el 85 hacía las delicias de nuestro Alberto?
– Ella sonrió y empezó a contarme como si yo fuera la pared el necesario frontón de sus lamentos, que Alberto murió hace diez años de la más tortuosa y cruel de las enfermedades que en su caso le inundó su páncreas; que su madre murió de pena al año siguiente y que ella había enviudado, hacía ya un año, de un adorable y bendito arquitecto de Alcorcón, cosa que no había conseguido superar, lo cual acabó contándome entre sollozos y un espectacular derrumbe en mi hombro mientras, aún y sentados, me impresionó y turbó, hasta el punto que ya parecíamos, los dos, un grupo de plañideras.
– De pronto, sucedió un milagro, sí, aparecieron los amigos del café de la madrugada – que parecen los reporteros de algún DeLuxe televisivo que siempre oyen lo que sucede en cualquier cama o mesa ajena como si hubieran estado allí mismo y en el mismo acto del coito infiel – y sentándose en la amplia mesa bajo los bigotes del fundador, comenzaron a animarla preguntándole sobre sus porqués, sus ansiedades, sus desvelos, sus penas y hasta por si tenía nuevos amores a la vista. De todo lo que le llegaron a contar los madrugadores del café, lo que más gracia le hizo fue lo que empezó a contarle el viejo Antoine, que sin entrar en detalles diré que acabaron cariñosamente abrazados y hasta se propuso por parte del setentón del Languedoc que se bailara un tango al bello ritmo de una de esas sensibleras músicas parisina que bien lo parecen, y que la Loli, que por esta vez no se lo tomó como siempre, (con un ataque de cuernos), le dio gusto, puso la música requerida y allí acabaron todos, bailando y cantando al más puro estilo de los sesenta, voz en grito, piernas sueltas y una enorme alegría por haber sacado a esa niña cuarentona de su soledad, de su tristeza y de su ansiedad en un claro ejemplo de que cuando no sé puede salir de un bache no hay solución mejor que la de tus propios congéneres en actitud deseablemente altruista.
– Y yo les dejé allí, en su fiesta, creyendo haber salvado un alma errante de su pena, pasando desapercibido y haciendo un necesario mutis por el foro, pues mi querido Párroco – que ya está muy recuperado – me estaría esperando para confesarme y para untar esas maravillosas pastas de te de doña Vicisitudes, en ese mejorable café de puchero que sólo él sabe preparar con esmero.
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