Diez de la madrugada, Paseo del Mar en El Campello, sin un alma a quién preguntarle la hora. Aparcamiento en primera fila y con vistas al mar. Un domingo perfecto a la vista.
Un sol espléndido y una temperatura primaveral. ¡Primer Milagro!: en Chocolates Valor, cientos de personas ya están desayunando y tomando el sol. En el paseo, no obstante, solo unos pocos locos del “andar rápido y sin mirar a quién”, pero van tan deprisa que cualquiera diría que van a alguna parte. “Hola Enrique … perdona, pero no puedo parar … así me mantengo en forma… llámame”
La vista es espectacular, “Cariño; parece que hayan ampliado la playa, ¿verdad?”. Segundo milagro; El mar, (la mar), parece una enorme piscina, tranquila y serena como ella, todo es perfecto, todo es armonía, todo es luz de vida.
Sentados en la terraza del Pirata, nos sumergimos en la lectura al sol, que es el tercer mejor placer del mundo.
Ya son las once y ahora ya veo volver a los más mayores que salieron a las nueve a cultivar el noble arte del “andar despacio”. “Cada día tres horitas, Enrique. Salimos de casa en San Juan y nos vamos hasta la Penya y luego volvemos por Villa Marco. Eso lo hacemos todos los días desde que Juan se jubiló”.
Pero ahora ya son las doce y ya llegaron los que siempre llegan tarde donde nunca pasa nada. Millones de carritos y cunas repletos de preciosos niños vociferantes con sus no menos increpantes ascendientes, llenaron el paseo que, al poco, soportó un precioso desfile de caballerizas y carromatos que hizo las delicias de todos.
Es un día de fiesta, es un domingo cualquiera de invierno en El Campello …
“Y así, cogidos de la mano anduvieron llenos de luz, amor y vida durante ese eterno caminar feliz que supuso su vida, la del uno junto a l otro”
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