19 octubre 2010
Me da cien patadas que se me pongan a fumar en cara y me echen el humo en la nariz sin miramiento alguno. Ya he dicho muchas veces aquí que dejé de fumar hace ya nueve años y lo hacía con rabia, cinco paquetes al día, pero cuando llegaba a una mesa en la que alguien no fumaba, mi conciencia me impedía hacerlo, aunque muchas veces, incluso, lo encendiera. No podía mantenerlo. Es tan desagradable fumar viendo como sufre la gente que tienes delante o al lado, tanto como la misma que lo sufre, o eso me parece.
El viernes noche, tras una tarde toledana de rompe y rasga con el asunto de un cocido de PM, comido al mediodía, Maribel me estaba poniendo de aquí no te menees porque la cosa mofetera se estaba poniendo mal, muy mal y los constantes viajes a la zona alicatada eran cada vez mas urgentes ante la sorpresa y temor de mis “admiradores” a los que luego me enteré que les preocupaba mi estado abundando en aquello tan caritativo del: “Pobre Enrique, hay que ver como está con su próstata”. Pero a medida que la noche avanzaba, lo del humo ciega tus ojos me estaba poniendo cada vez más cachondo. Tres cafeteras andantes, sentados delante mío, echando mas humo que la “fumata” del vaticano en las noches de “tú que me das si te voto”, no les dio un cáncer de pulmón porque la estadística no es siempre infalible, pero a mi me empezó a dar ahogo. Encienden el cigarro, te echan el humo en la cara y luego, se levantan a buscar una copa o a “largar” con el del banco de al lado y se dejan el humeante y maloliente cigarrillo en el cenicero, … que si el humo fumado ya es malo, el que sale del cenicero es como lo de Auschwitz …
Total que, para no aburriros más, al rato que empezaron mis temibles ahogos, empecé a liberarme de lo mío, a aflojarme, ya no podía más, (lo hice en venganza hacia los tabaquistas maleducados y egoístas), y a la vez que me estaba haciendo pequeñito, pequeñito, (ya casi no se me veía en el asiento), mis contertulios empezaron a mirarme a los ojos, mientras lanzaban sus miradas al suelo y a los lados como si estuvieran buscando el motivo de tan desagradables olores. Al verme en el centro de su atención, y dándome cuenta que esta vez no lo era por mi verborréica elocuencia, decidí lanzarme al ataque y les dije, mientras hacía como ellos, con sus mismos gestos; “Jo aquí alguien ha quemado un cigarro en el cenicero y apesta que asusta, menos mal que estos, los del ambiente, han echado desodorante y ya se nota menos” .
Me levanté, a continuación, y me fui con un: “Voy a telefonear para enterarme de si los niños ya han llegado a casa” – No se lo creyeron, claro está, mi niño tiene ya pelos muy largos en el pubis y tres hijos preciosos, pero se lo merecían. Cuando volví, no había ya nadie en mi mesa, ni en las sillas de alrededor. Buen sistema, pensé.
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