¿Arte en Campoamor?
Era de madrugada, mas que nunca y ya estábamos de pié. Las tazas parecían mas vacías que nunca, sin tostada, sin azúcar, casi sin café, con miedo oculto tras el velo de la realidad. Por fin salimos, el día se presentaba gris, amenazante, un tráfico infernal, ya son las nueve y diez y en el colegio, junto al semáforo de casa, siguen entrando niños tristes, muy tristes, de la mano de sus nerviosos mayores. En la primera rotonda uno de los mil que siempre llegan tarde a todas partes hace las mil maniobras para empezar a estropearnos el día. Los que están a nuestro lado, ni se inmutan, siguen con su triste radio oyendo las tristes noticias de cada día. Los que van acompañados ni se hablan, seguramente, están pensando en el futuro inmediato, sus tristes caras denotan hastío y soledad. Décimas de segundo al verde y suena el claxon desde el coche posterior, nada comparable con el “cuidado cariño que el Bus va a salir” y, si, sale, claro que sale, sale sin mirar, como si la calle fuera suya. Noto palpitaciones, pero el miedo sigue ahí. ¿Estás nerviosa? – “No, solo preocupada”. Llegamos, si, y ahora el problema será aparcar. “Mira, Enrique, detrás del Palacio de Congresos hay un aparcamiento, seguro que allí hay plazas azules con el dibujo blanco en el centro”. Cierto, al menos una docena de ellas. “Vamos, cariño, que llegamos tarde”.
Casi una hora de tensa espera y al final la llaman. Quince minutos mas tarde su cara lo decía todo: “Nada cariño, el estudio de detección ha resultado negativo, no hay tumores, me mandarán el informe a casa” – Se acabaron los nervios y hasta el día parecía mejor. Luz, vida y un tesoro que nunca dejaré de apreciar en lo que vale, nunca y yo, y mi ceguera, vivimos a veces sin darnos cuenta, casi me lo pierdo.
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