11 septiembre 2012
Leído, hoy ………….
Revista PRONTO 10 septiembre 2012Un hecho realNadie sabía qué teníaEsta lectora se encontraba mal desde hacía tiempo y no conseguía saber la causa. Todo empezó como un constipado, pero los síntomas no se iban y ella ya no sabía qué más hacer para curarse. El problema fue cuando descubrió que no había cura para su enfermedad.Estar enferma es una de las sensaciones que más nos incordian y fastidian. Peor aún es estar enferma y que nadie sea capaz de diagnosticar lo que tienes. A eso tuve que enfrentarme durante casi un año.Todo empezó hace más o menos dos años. Yo, hasta entonces, siempre había sido lo que mi marido llamaba «un culo de mal asiento». Toda mi vida he hecho un montón de cosas: me gusta hacer deportes de montaña, hacer cursillos, ir al gimnasio... Y, claro, trabajar y estar con mis dos nenes. Mi marido siempre decía que era fascinante como encontraba tiempo para todo y que nunca me cansara de hacer más y más cosas. A mí me gustaba mucho vivir así, sentía que descansar era una pérdida de tiempo, que se tenían que aprovechar todos los minutos del día para hacer cosas.Un día, me di cuenta de que me encontraba muy mal, tenía un gripazo que no me aguantaba de pie. Fui al médico, me recetó unos medicamentos y tuve hasta que pedir la baja en el trabajo, pues estaba realmente mal. Pasé cinco días en la cama y no mejoraba, seguía con la misma sensación del primer día, así que volví al médico y me cambió la medicación. A partir de ahí, mejoré un poquito.Como yo lo paso muy mal estando de baja, a la que «me vi las orejas», es decir, que me sentí un poco mejor, ya pedí el alta y volví a trabajar. Me sentía cansada y estaba convencida de que lo que me pasaba es que tenía un constipado mal curado. Pensé que sería cuestión de días, pero pasaban las semanas y no mejoraba.Además de ese malestar generalizado, sentía un dolor intenso en los riñones, en el cuello y extrañamente también en los muslos. Era un dolor constante y extraño, que me costaba mucho de definir al médico. Este me pidió que tuviera paciencia y me recomendó que me hiciera masajes y un poco de reposo.Para mí la palabra reposo era como una maldición. A la que me encontraba un poquito bien, empezaba a hacer un montón de actividades y en seguida me daba cuenta de que no podía aguantar el tirón. Eso me mataba, pues me sentía muy frustrada y estaba harta ya de encontrarme mal a todas horas. Entre unas cosas y otras, habían pasado tres meses desde aquel primer gripazo y yo seguía hecha polvo.El médico me dijo que quería hacerme más pruebas. Después de unos análisis, me hizo un escáner para descartar que tuviera cáncer de huesos. Sólo oír esa palabra me horroricé. Y mi familia se quedó hecha polvo. A los niños no les dijimos nada, porque no queríamos asustarlos. Pero mis padres, mis suegros y mi marido lo pasaron realmente mal.Yo sentía que tenía la cabeza muy rara, como si todo aquello que estuviera viviendo fuera una terrible pesadilla de la qué no podía despertar. Y sé que parte de ese sentimiento se debía a que no conseguía dormir bien. Tenía insomnio, aunque iba muy cansada y, cuando conseguía pegar ojo, me levantaba igual de cansada que si no hubiera dormido.El médico me recetó tranquilizantes, que aún me atontaban más y ya no sabía qué hacer. Yo intentaba aparentar que estaba normal, pero no era así. Cuando descartaron el cáncer de huesos, tuve un gran alivio, pero también me generó mucha ansiedad. ¿Qué me estaba pasando? ¿Por qué esos síntomas que tenía no correspondían con ninguna enfermedad conocida? Empecé a sentir vergüenza, como si fuera una enferma imaginaria o algo por el estilo. Y eso me hacía sentir aún peor y tenía más insomnio.Para rematarlo, mi médico, que ya no sabía qué podía tener, me dijo que seguramente era algo psicosomático y que lo mejor es que fuera al psiquiatra. Él estaba convencido de que, tal vez, era una depresión y que a raíz de ello me sentía sin fuerzas para hacer nada.Cuando fui al psiquiatra estaba realmente triste y preocupada. Pero, por suerte, él se dio cuenta de mi enigmática enfermedad, sino una consecuencia. Me ayudó bastante, porque me dio algunos medicamentos que me elevaron el ánimo. Pero el problema seguía ahí. Había dejado de practicar deporte porque me sentía incapaz. Dejé un curso de cocina a medias porque me veía incapaz de coger el metro para ir. Muchos días, cuando me levantaba, no tenía fuerzas para ir a trabajar. Y no tener fuerzas no quiere decir que un día estás muy cansada, sino que apenas te puedes mover, que te duele todo el cuerpo.Eso generó que tuviera bastante tensión en el trabajo. Creo que la gente pensaba que era una vaga que vivía del cuento. Y yo nunca he sido así, por lo que me entristecía mucho. Pero tampoco podía decirles: «Es que me pasa esto o lo otro», porque no sabía qué me estaba ocurriendo.El psiquiatra me insistió en que estaba seguro de que había un componente físico y me recomendó una clínica en la que hacían unas pruebas muy exhaustivas. Realmente, era muy cara y yo preferí esperar. Pero, justo al cabo de un mes, un suceso me hizo cambiar de opinión: iba a salir de casa para ir a recoger a mi hija, cuando, de repente me percaté de que mi cuerpo no respondía. Me sentía incapaz de levantarme y bajar a la parada del metro que me correspondía. Me puse a llorar y llamé, desesperada, a mi marido que me vino a buscar. Ese día dije “basta”, necesitaba saber que me estaba pasando, costara lo que costara. Y fui a la clínica que el psiquiatra me recomendado. Estuve tres días haciéndome pruebas sin parar, hasta que el médico me dio el diagnóstico: Me dijo que tenía fibromialgia. Una enfermedad que produce dolor en todo el cuerpo, aunque no tengas ninguna razón para ello. Es como si mi cerebro tuviera alteradas las señales para identificar el dolor y lo sintiera continuamente. Además, produce un cansancio increíble, que no tiene nada que ver con ningún otro cansancio conocido.Así que, por fin, supe lo tenía, le pude poner nombre y apellidos, pero no me sirvió de nada. No se sabe de donde viene la fibromialgia y tampoco hay un tratamiento específico que funcione. Tenía una enfermedad que no tiene cura y que no me dejaba llevar una vida normal. Nunca más podría volver a hacer un montón de cosas y aquello me desesperaba. Pero, además había cosas que aún me dolían más. Una era no poder vibrar con toda mi energía y todo mi ánimo para mis hijos. Odiaba me vieran en la cama tirada, no poder patinar con ellos o llevarlos a la montaña. Ser madre que no podía prometer ningún plan, porque nunca sabía como se encontraría al día siguiente. Eso era demoledor. Y, aunque mis hijos me apoyaban en todo, yo sabía que había dejado de ser la madre que quería. Y eso es terriblemente frustrante. Y, después, estaba mi marido. Para esta enfermedad, hasta el sexo se vuelve doloroso. Los movimientos, el esfuerzo todo hace que algo que produce placer consiga lo contrario. Y yo quería tener relación plena con él, pero me daba cuenta que no podía ser. Me sentía menos mujer y temía que me dejara por otra. Pero él es el hombre más cariñoso y comprensivo del mundo y conseguía que desterrara de mi cabeza todos esos pensamientos. En el trabajo, las cosas iban de mal en peor y mi médico me aconsejó que pidiera la baja permanente. Para mí fue muy duro, porque había veces que me sentía con fuerzas y me daba mucha rabia no ir a trabajar. Pero, claro, un trabajo no es un lugar al que puedas ir cuando te encuentras bien y dejar de ir cuando no puedes con tu alma. Recuerdo que el día en que me dieron la invalidez volví a casa llorando. Todo aquello provocó que me sumiera en una depresión. Ahora sí que estaba deprimida y no antes, cuando me dijeron que eso era lo que tenía. Así que volví al psiquiatra y él me aconsejó que fuera a un grupo de terapia para mujeres que estaban en mi misma situación. Eso me fue bastante bien, porque de repente sentí que no estaba sola, había otras mujeres que sentían lo mismo que yo y, lo más importante, habían conseguido salir adelante. Nos intercambiábamos trucos: desde cómo secarse el cabello cuando te duelen muchísimo los hombros, hasta cómo hablar con el resto de gente de tu enfermedad...Y es que, al final, sólo queda una: aceptar lo que tienes, por muy duro que sea. Y darte cuenta de que podrás hacer muy pocas cosas en comparación con todo lo que hacías antes, pero de alguna manera has de aprender a disfrutarlas igualmente y a dejar de lamentarte por lo que no puede ser. Es un camino duro y estoy en ello, creo que aún me falta bastante para conseguir concienciarme del todo y dejar de sentir rabia e impotencia. Pero sé que lo lograré. Y en buena parte es gracias al apoyo de mi marido y de mis hijos, que son la razón más importante para vivir y para intentar ser feliz a pesar de mi enfermedad.Escriban contando su caso a Pronto «Un hecho real» Apdo. de Correos, 77 – 08940 Cornellá de Llobregat. (Barcelona)
Va por ti, cariño.
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Más que triste amigo..........se pone uno a temblar!!
ResponderEliminarTe lo puedo asegurar, amigo Antonio. Yo lo tengo en casa, en el otro lado de la cama. Una verdadera pu...ada
EliminarSon de esas enfermedades duras y no entendibles para los que están alrededor. Es el dolor, cambiante y no identificado, imposible de tratar porque aparece y desaparece como el Guadiana, volviendo loco a quien lo padece y a quienes lo sufren, y achacando la enfermedad a imaginaciones y enfermedades nerviosas o de depresión...Y hay quién consigue a pesar de todo, no maldecir a la vida.
ResponderEliminarSi, amiga Yolanda, yo tengo la experiencia en casa. Un abrazo-e.
EliminarTengo a tres amigas con ella a cuestas. A veces es bastante desesperante pero han tenido que tomar la vida desde un punto de vista diferente. Lo pero de una enfermedad es echarle la culpa a virus, que no se detectan o no saber cómo tratarla. Esperemos que estas enfermedades, afortunadamente no muy frecuentes, sean de las que no borra de las listas el primo de Marianico "El corto".
ResponderEliminarComo le he dicho a Yolanda, amigo Antonio, nosotros en casa, tenemos experiencia en ellas, cada uno con la suya. Unos afortunados. Un abrazo, amigo Antonio.
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