miércoles, 28 de febrero de 2018

Vivir en pareja sin querer, ¿para qué?



28 febrero 2018

Hace ya mucho tiempo que a él no se le ve feliz. Su vida se arrastra en el fracaso de una relación sin sentido en la que, ni él, ni ella, tras mas de treinta años juntos, no han sabido, o no han podido, hacerla funcionar con un mínimo de sentido. No hay amor, pero tampoco hay odio, simplemente se ignoran. 

Hace ya algunos años me pidió consejo, se quería separar, pero tras dos largas noches de insomnio, se dio cuenta que su economía no le permitía hacerlo. No se separó, ni nunca mas hemos hablado de ello, el sigue ahí, en sus sombras: “Yo soy un hombre gris de vida gris, nunca nadie estuvo mas de paso en este mundo que yo”, eso me decía hace algunos meses, y cuando le pregunté como seguía todo, me contestó, tras tragar saliva, mucha saliva, y un pausado y largo silencio, me dijo; Todo igual Enrique, todo igual.

Él intenta todas las mañanas alejarse, lo más posible, de ella, dice que se va a andar, o a comprar “nosequé”, pero ese paseo a ningún sitio le está matando, Pepito ya no tiene vida y Rosa ni le ve. No tienen hijos ni el tampoco tiene familia cercana. Ella sí, aún peor, ella está siempre que puede con los suyos, con su hermana y sus sobrinos, y él, en el fondo, contento, así no la tiene que soportar.

Estaba en su mesa, en la zona mas gris del local, pasando absolutamente desapercibido. Me pareció ver como le caían algunas lágrimas pegadas a los triángulos de la nariz, que él secó de inmediato con un rápido gesto de sus dedos. Ella se había ido de viaje con unas viejas amigas hacia el Sur de Portugal y él se vino a vernos anoche, vino a tomarse sus pocas copas de siempre y a compartir un muy largo silencio con todo el que se le acercó. 

Al final de la noche me senté a su lado, antes no pude estar por él, me mantuve en silencio y mirando hacia ninguna parte durante todo el tiempo que hizo falta hasta que él, sin mirarme, susurró; “Gracias Enrique” – Me volví, hice un gesto de interrogación y me contestó al oído; “Gracias por dejarme que os vea”, se le escapó un sollozo, luego tras un fuerte y largo abrazo, me dio un beso en la mejilla y antes de salir andando hacia la puerta del local, con paso firme, me dijo; “No te preocupes Enrique, mi envidia es sana, os quiero”. Y se fue cuando, justo en ese momento, estaban tocando la canción que él me regaló en el 82, con un casete que aún tengo guardado en algún rincón del armario de las cosas perdidas.



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