12 septiembre 2010
Levantarte un domingo sin ganas de que nadie te lleve la contraria no es muy complicado, en mi caso, solo tienes que hacer todo lo posible para llevarte bien contigo mismo y, seguramente, nada más.
“Enric, bájate a comprar medio kilo de nata y media docena de ensaimadas que tus hermanos pronto se van a levantar y querrán almorzar” – Sí mamá.
Pero lo verdaderamente exitoso y lo que me mantenía vivo en esas felices mañanas de domingo de los 50, era cuando mi querido Agustín se ponía a “fabricar” esas “arangadas fregides amb tomàquets, també fregits”. Las “arangadas” eran unas sardinas de la costa, saladas y aplastadas, que mi padre freía con un arte inimaginable. Primero las ponía solas en la sartén con aceite dorándolas hasta su punto, las retiraba y luego ponía los tomates rojos, partidos en dos, el corte visto hacia arriba, a los que les añadía primero sal y luego azúcar. El aceite y su arte hacían el resto. Finalmente ponía las “arangadas” por encima y al poco rato ya estaba listo para servir el desayuno mas fulminante que cocinero alguno haya podido hacer en este mundo. Después, lo mejor: comérnoslas juntos, ese precioso ratito familiar que tanto añoro y que tan poco se prodiga por donde vaya.
Gracias querido Agustín, yo nunca las he podido hacer, ni tomarlas, igual.
Che que bó!
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