23 febrero 2015
Me paró, me preguntó si me acordaba de él y acabamos sentados en ese túnel de madera que hay al principio de la Playa, hablando y hablando sin que los minutos transcurridos pudieran notarse en espacio alguno. Josep era uno de esos jefes de Obra que una empresa constructora de Barcelona lo puso en Alicante en los 80 y aquí se quedó. Hicimos amistad, nos comimos y bebimos el mundo entero en reuniones compartidas con otros de la especie. Él triunfó en su ambiente y se fue adentrando en el mundo del poder de su Empresa. Me llamó traidor cuando yo me metí en el mundo de la Promoción Inmobiliaria. “Te has pasado al enemigo”, me decía, pero seguimos siendo amigos incluso compartimos algún negocio, él como Constructor y yo como Promotor. Mujer y cuatro hijos eran su patrimonio al margen de su vida profesional, los cuales le daban vida y futuro, pero un mal día, a finales del 94, lloviendo a mares y volviendo un domingo por la noche de un viaje de fin de semana con toda la familia, tuvo un accidente desgraciado en el que murieron tres de sus hijos y el cuarto quedó parapléjico. Él, desde aquel momento, dejó todo, perdió interés, se divorció de su mujer y se fue a Colombia como elemento de base de una ONG donde acabó montando una especie de imperio del bien, según me contó su mujer a la que nunca dejó de escribir. Ahora hace dos meses, con 69, ha vuelto a La Terreta y desde hace uno, ha vuelto con ella. Me lo contaba mientras se le saltaban las lágrimas que intentaba disimular con poco éxito. “Ella me llamó por Navidad y me pidió que volviera. Nunca tuve otra mujer, Enrique. Pensé que no me perdonaría nunca y eso no me dejaba vivir en paz. Ahora, casi veinte años después, lo ha hecho”
Una pareja feliz terminó su vida en el mismo momento en que uno de los dos hizo culpable al otro de su desgracia. Veinte años perdidos por ese sentir es mucha condena, pero en ello debiéramos meditar cuando tenemos ante nuestra siguiente actuación una de esas amargas escenas donde lo fácil es lo humano y lo difícil es lo sensato.
Tremenda historia, Enrique. Nadie es culpable de una ruptura, ni siquiera en una tan dramática como la que narras. Ni uno es bueno ni el otro es malo. Lo hermoso y lo justo sería que en algunos casos como el que cuentas, las llamadas, ese mirarse a los ojos, se produjera antes de dejar pasar dos décadas. Un abrazo enorme.
ResponderEliminarAsí es, Joana, el problema es que, al parecer, hacer eso tan sencillo debe ser muy difícil.
EliminarUn abrazo, más enorme, aún.